jueves, 9 de abril de 2009

Santa Santería


SOCIEDAD
La tierra de los espíritus
Cuba vive el resurgir de la santería, un culto traído de África por los esclavos, que se ha convertido en signo de identidad nacional solapado en el catolicismo
09.04.09 -
SERGIO GARCÍA
LA HABANA

Una mujer toca con la frente el batá, tambor sagrado, durante una ceremonia de santería.
El suelo aparece cubierto de caramelos, tartas, frutas frescas... todo muy kitsch
El día que conocí a Wilfredo me dijo que no podía silbar en su casa, que ahuyentaba el espíritu de Eleguá, el niño de Atocha, «el que abre todos los caminos». Me dijo eso y también que si quería 'templar' con una jeba, él se encargaba de buscar una «DE-CON-FIAN-ZA». Lo hizo con naturalidad, mientras señalaba el último hogar de Simón, un puerco de 450 libras que había sacrificado en Nochevieja para agasajar a su familia. El pobre Simón se había tirado seis meses ajeno a su destino, encerrado en una cerca minúscula frente al cuarto donde aguardaban Zarabanda -el dueño del monte-, Siete Rayos -Santa Bárbara en el santoral católico-, Madre de Agua y Lucero, que equivalen a la Virgen de Regla y a San Juan, respectivamente. Los cuatro orishas son los guardianes de la casa, un edificio colonial de techos altos en la calle Concordia que comparten media docena de familias. Una corrala con baño en el patio y muy humilde, donde todos intentan que no te sientas un extraño.
El altar ocupa un pequeño cuarto necesitado de un manguerazo urgente, y los muñecos que encarnan las deidades tienen el rostro desfigurado, como esas muñecas viejas que han perdido un párpado y tienen el pelo enmarañado, y a las que alguien ha prendido fuego el tiempo justo para hacerlas parecer aún más terribles. También está Micaela, un espíritu africano que mira con ojos vidriosos desde una esquina y que trae a la memoria el vudú haitiano y las ceremonias cajún de Nueva Orleans, entre orgías de sangre y gallinas sin cabeza que se convulsionan. Si uno consigue dominar la imaginación enseguida se imponen los sonidos de la vida real: los chavales echando a volar las cometas, los amigos jugando al ajedrez, los chicos del ballet ensayando en el Teatro América, donde debutó Sara Montiel.
La santería es un culto importado de África y traído por los esclavos. Tras siglos de persecución, los creyentes hicieron coincidir sus deidades con las del catolicismo hasta el punto de que ambas casi se fusionaron. Así, Yemayá, la madre de los Orishas, se identifica con la Virgen de Regla, y Changó, con Santa Bárbara. Sobre todos ellos está Olofi, que es una especie de Dios todopoderoso. El resultado es una religión de identidad nacional donde juega un papel importante la adivinación. Sus sacerdotes son los santeros y babalawos, que celebran sus ceremonias en casas particulares, ya que la santería carece de templos. Es allí donde levantan sus altares con flores y frutas frescas, con cestas de ofrendas, velas, campanas, maracas, hachas para identificar los atributos guerreros del dios. Todo ello alrededor de un pilón sobre el que se levanta una batea donde habita el espíritu del dios y que sólo el santero puede abrir.
Wilfredo no es santero, es un brujo. La suya es una religión todavía más extraña a los ojos de un occidental. Profesa el Palo Monte, también conocido como Regla Mayombé, basado en el culto a los muertos y la magia negra, y emplea todo tipo de yerbas con fines mágicos. Su origen está en Zaire, Congo y Angola, país este último donde los cubanos enviaron a sus soldados en 1975 cuando se proclamó la independencia. La influencia de la santería no ha dejado de crecer desde entonces.
Wilfredo es palero desde los 24 años y antes lo fue su padre. Su destino, sin embargo, estaba escrito desde mucho tiempo atrás. Explica que lo 'rayaron' en La Habana cuando apenas tenía 14 años, una ceremonia de iniciación secreta sobre la que se niega a dar detalles. Su territorio es el espiritismo, la hechicería, el curanderismo, y al viajero le propone hacer una demostración, aunque sin éxito. «No creo en nada... gracias a Dios».
Como un pelele
Para quien sí está interesado, Wilfredo busca unos palos en el monte y con ellos trabaja los problemas de quien acude a verlo. Hace un muñeco de la persona que está en apuros, lo embadurna con el polvo de la madera rallada y rellena el pelele con papeles donde figura su nombre. Entonces hace la ceremonia con cualquiera de los orishas mencionados antes, que le indican dónde tiene que enterrar el muñeco. Al cabo de 72 horas, y siempre según su testimonio, se ven los resultados.
«A mi cuñada la echaron una maldición y la volvieron loca cuando apenas tenía 16 ó 17 años. Yo le quité aquel arrebato», dice con el aplomo de quien no está bromeando. No acaban ahí sus teorías. El brujo que me hospeda tiene una muy curiosa sobre la longevidad de Castro al frente del Gobierno. «En Cuba se dice que cuando Fidel fue a Guinea le vistieron de blanco, a él que va siempre de verde oliva. El presidente Ahmed Ségou Touré le hizo un hechizo y por eso es el dignatario que ha mantenido el poder más tiempo». En Florida y en la propia Cuba hay mucha gente que estaría dispuesta a devolverle el favor al tal Ségou Touré.
Estrecha comunión
En Cuba, los ritos africanos han ido de la mano del cristianismo desde la noche de los tiempos. No ha sido una relación fácil, a menudo marcada por persecuciones y muertes disfrazadas de guerra santa. Fue el afán de los esclavos de ocultar sus creencias lo que les llevó a identificarlas con las del conquistador. Así ocurre con Yemayá y la Virgen de Regla, o Con Changó y Santa Bárbara, o con Ochún y la Virgen del Cobre. Su carácter animista ha enraizado hasta tal punto en el mensaje de Cristo que uno no puede por menos que preguntarse qué tienen en común los católicos de uno y otro lado del Atlántico.
Un ejemplo de esto se encuentra en La Habana Vieja, junto al Palacio de los Capitanes Generales, durante siglos la mayor manifestación del poder de España. En un lateral de la Plaza de Armas se levanta un templete neoclásico que parece estar fuera de lugar entre tanta casa colonial. Está a la sombra de un ceiba, el árbol sagrado de muchos pueblos de Centroamérica. El edificio señala el sitio donde los primeros colonos españoles celebraron una misa nada más llegar. Llamaron al lugar escogido para el desembarco San Cristóbal de La Habana, por aquel entonces poco más que un asentamiento militar a la entrada de una bahía en bolsa. Uno podría pensar que el árbol debería haber sido derribado a hachazos hace ya tiempo, y más teniendo el cuenta el celo que ponían los inquisidores en extirpar cualquier conducta hereje.
Pero no fue así. El árbol ha crecido hasta cobijar bajo su copa el edificio, de manera que el uno no se entiende sin el otro. Ambos son una metáfora de la religiosidad cubana, un sentimiento que ha aflorado desde la caída del 'telón de acero' y que vivió su momento más sorprendente en 1998, en plena visita de Juan Pablo II, cuando Castro decidió restablecer la celebración de la Navidad. Debió pensar que Cuba había vivido tiempos malos y como los que venían no iban a ser mejores, quizá convenía soltar un poco el lazo con el que había maniatado a la Iglesia. Después de todo, qué era un poco de opio para un pueblo con certezas tan inquebrantables.
Concha es santera y huye de los cementerios. Dice que sólo entrará en uno por causa de fuerza mayor -entiendo que con los pies por delante-. Hace dos días ofició una ceremonia en la casa de la calle Concordia, y ahora acudimos a otra muy especial, la de los tambores, dedicada esta vez a Yemayá. Un 'coquito' nos lleva hasta el cuatrocientos y pico de la calle Concordia, la casa de Humberto. Durante el 'bembé', que se prolongará más de dos horas, aprovecharán para santificar a una madre y a su hija. Viven en Italia, donde ha quedado el marido y al que no imagino participando de esta romería.
El dueño de la casa ha convertido una de las habitaciones en un altar improvisado al que se asoman todos los vecinos. El suelo está cubierto de caramelos, tartas, frutas frescas. Todo muy kitsch. La ceremonia arranca cuando tres jóvenes se meten en la habitación y empiezan a hacer sonar los tambores. Tocan sin cesar. El patriarca de la familia autoriza personalmente a los invitados. Con las gafas de sol, su boina roja y una camiseta también roja y ceñida al cuerpo, parece un traficante de Queens sacado de un episodio de 'Starsky & Hutch'.
El estruendo llega al último rincón de la casa. De pronto, por una rendija de la puerta, una imagen mágica. Las mujeres visten de sacerdotisa a la pequeña, que vive todo el ceremonial con una solemnidad impropia de una niña de 3 años, aunque sin saber muy bien de qué va todo eso. Concha dirá más tarde que la ceremonia de los batás -tambores- tiene por objeto agradecer a los espíritus que salvaron a la cría de la grave enfermedad que le sobrevino cuando era bebé. La cara de la nena, a la que uno se imagina en un parque de Turín rodeada de columpios antes que invocando el favor de los orishas, es un poema.
Treinta en la cocina
La acción se traslada entonces a la cocina-comedor, una pieza de nueve metros cuadrados donde se apiñan no menos de 30 personas, eso sin contar los que han tomado posiciones en la terraza o los que tratan de hacerse un hueco desde el pasillo. El calor es asfixiante. El maestro de ceremonias acompaña el retumbar de los instrumentos con una voz mágica y evocadora, pero al mismo tiempo fuerte, torrencial.
Conforme la ceremonia avanza, los asistentes empiezan a bailar, a cimbrearse, mientras los abanicos revuelven sin éxito el aire estancado de la habitación que el humo de los cigarros hace irrespirable. El sudor empapa las camisas y los tops, y aunque el fregadero está a sólo cuatro metros, es imposible llegar.
Basta con cerrar los ojos para sentirse transportado al África negra, inmerso en un mantra que se prolonga más de hora y media y que no entiendo, acunado por la cadenciosa voz del negro que ha tomado el mando. Las melodías, explica Humberto, tienen un significado, lo mismo que los cambios de ritmo de los tambores. El sol comienza a ponerse sobre los tejados de La Habana, pero tardará en refrescar, porque ha caído un chaparrón y nubes de vapor ascienden por las aceras. La cocina o comedor o lo que sea, es una sauna. Durante el 'oficio' todos han seguido el mismo ritual: tumbarse en el suelo, cambiar dos veces de postura, una con una mano en el bazo, otra en el hígado. También hemos tocado con la frente los tambores, que en ese momento han arreciado.
La hospitalidad se paga y dejo 50 pesos para corresponder a la deferencia que han tenido conmigo al invitarme. Por supuesto no falta quien se acerca y me dice abiertamente que le compre una botella de ron «para honrar a Eleguá». Con un pie en la puerta le digo que Dios dijo hermanos, pero no primos. Seguro que Eleguá lo entiende.

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